Bajo el
contexto del sur de Chile, les escribo ahora lectores. Valdivia, considerada
por muchos la ciudad más hermosa del país, posee de manera mágica una
vegetación limpia, chocolaterías y cervecerías finas, pantanos que producen un
continuo deja vu en las carreteras y,
por si fuese poco, tradiciones magnificas.
A
kilómetros de esta ciudad se encuentra el poblado de Niebla. Es una península
verde, donde los árboles nativos cercan los caminos y el río se une al mar
formando grandes posas de agua que se juntan y se separaran en islas.
Más
detalladamente, en verano, se celebra en la caleta pescadora llamada “La pulga”
una feria costumbrista, donde los pueblerinos dirigen una semana entera
danzando sus bailes tradicionales, vendiendo y dando a conocer sus comidas
típicas y masificando las artesanías del lugar.
En ese lugar
me encontraba.
Miraba con
detenimiento a la gente. Los ojos de los sureños son vivaces, destacan entre
los capitalinos y los nortinos, es aquel
brillo, pensé mientras me sentaba en una de las últimas mesas de comida. El
revoloteo salvaje de vida corriendo por sus venas, el trabajo de ver todo con
sus ojos, me imaginé, creyendo con una
fe sensorial que las señales de la naturaleza eran la verdad absoluta.
La encontré
sentada en la sombra de un escalón que daba hacia el baño. Al principio nada me
llamó la atención, lo reconozco, tenía un aspecto normal y parecía que aquella
era su defensa. Lo logró conmigo, pero no por su aspecto, sino porque no
levantaba su rostro de las hojas que tenía en el regazo. No podía ver sus ojos
por lo me distraje con la gente que estaba a mi alrededor.
La gente
parecía feliz, descansada. Cuando volví a verla tenía a dos niñas pequeñas
mirando las hojas que sostenía y ahí me percaté que ella estaba dibujando algo.
El lápiz se movía de manera rápida y demasiado abstracta para ser letras. Las
niñas pequeñas atrás se sonreían y se cuchicheaban cosas al oído.
Por fin la
vi, a medias. Se sonreía mientras dibujaba, como si estuviese escuchando a las
niñas. Cuando la madre las llamó ellas miraron por última vez las hojas y se
fueron corriendo. Comencé a captar que el señor que estaba fuera del baño
también miraba su dibujo con ojos críticos y que algunas veces se le acercaba
gente y le preguntaba cosas. Ella parecía no querer atención en absoluto.
Ahí vi sus
ojos y su rostro completo. Su pelo se revolvía con el viento y producía algo
gracioso a su alrededor. Sus cejas enmarcaban unos ojos pequeños, que quizás
lucían cansados por una razón que desconocí al principio. Me fijé que apoyaba
su dibujo sobre una selección de poesía. Nada más puedo recordar ahora.
Se le
acercó un joven de su edad y le comenzó a hablar, ella parecía incomoda, pero
le contestaba amablemente sin mirarlo a los ojos. Él le hablaba del dibujo,
ella giró la hoja a la derecha e izquierda y luego le dijo de manera modulada
“puede ser un árbol” o quizás sólo dijo “otro árbol”. La única palabra que
entendí, sinceramente, fue árbol y el resto ahora lo siento como parte de mi
imaginación.
Me levanté
y caminé hacia el baño, sin ninguna razón sanitaria. Subí dos escalones y miré
de manera casual el dibujo que reposaba ahí. Ciertamente era un árbol, quizás
uno de los más peculiares que he visto. El tronco estaba detallado con líneas
irregulares, parecía un árbol dañado y triste. No tenía hojas, sólo ese tronco
que contaba una vida entera. Entonces me vi a mi mismo detrás de la joven, con
los mismos ojos que las niñas pequeñas habían puesto.
Pagué
doscientos pesos por entrar al baño, a dar una vuelta al baño más bien y salí
para mirar nuevamente el dibujo antes de ir a sentarme. Fue sólo una mirada la
que ella me dedicó y me sentí ultrajado.
Me senté
con extrañeza y por un momento mi mirada no quiso posarse en ella. Era aquello
lo que se sentía que te miraran a los ojos con el alma abierta. Me sentí
aterrado por la sinceridad.
Miré hacia
la izquierda y vi como un niño pequeño se caía y sus padres se apuraban en
levantarlo. Sus rodillas comenzaron a sangrar y había una desesperación
tremenda por esas gotas de sangre. El niño en realidad no era tan pequeño, unos
ocho años quizás, pero parecía que la debilidad descansaba de manera pesada en
sus ojos.
Lo sentaron
al lado de la dibujante y ella no levantó su mirada, parecía abstraída en
terminar el dibujo. El chico comenzó a mirar el dibujo y asombrosamente la
admiración brilló entre tanta palidez. Sus padres limpiaban la sangre y luego
de un rato el niño estaba sentado solo.
Ella justo
en ese momento levantó la mirada y se encontró con el extraño a su lado. Lo
miró un segundo, quizás un poco más, pero daba la impresión de que quería mirarlo más tiempo sin parecer
descortés.
Miré al
niño también, tenía el rostro pálido y llevaba un gorro. Las piernas le
sangraban. Sus cejas apenas se notaban. Sentí que quizás se quebraría. Ella le
sonrió y le preguntó algo mientras miraba las rodillas. El chico le sonrió,
habló algo rápido y ella se levantó rápidamente.
Caminó
hacia una tienda y volvió con pañuelos. Sacó de su mochila una botella de agua
y comenzó a limpiarle las rodillas sangrantes nuevamente. Miré su rostro y supe
que a ella no le gustaba la sangre en absoluto, intentaba no mirar la herida y
palpaba con el pañuelo suavemente con cierto miedo. Le preguntó algo, quizás mi
imaginación completó con la pregunta “¿Te duele?” y él le contestó moviendo la
cabeza de derecha a izquierda en señal de no.
Ella se rió
y él lo hizo contagiado. De repente el pequeño habló algo que hizo que el
rostro se le congelara con una sonrisa media.
Observé
entonces cómo el niño se levantaba el gorro y le mostraba su cabeza calva, se
tocaba el pelo inexistente y le hablaba con una sonrisa honesta. Ella parpadeo
más largo de lo normal y recompuso su mirada amable. Luego él se levantó la
manga de la polera y ahí descansaba un cateto para quimioterapias.
Entendí
entonces la palidez y la preocupación excesiva de sus padres por la sangre.
Leucemia, la enfermedad colapsó también mis ojos y los cerré por unos momentos.
Quizás en ese momento no quería ver la situación más. ¿Sería posible no sentir
mi cuerpo desdichado por ese recuerdo, esa mirada infantil que acababa de
captar, la sonrisa inerte de la muchacha…mi rostro entumecido por la
injusticia?
Llegaron
los padres y le sonrieron a la joven, lo instaron a agradecer. El niño fue
llamado para retirarse de la feria y estando un poco lejos gritó “Son muy
lindos sus dibujos, señorita”.
Ella lo
miró y le sonrío, se levantó rápidamente y le entregó uno de sus dibujos al
niño. Él sonrió como si le hubiese dado un mundo y corrió a donde sus padres se
encontraban.
En cuanto
le dio la espalda, los ojos de ella se descompusieron más aún. Sus ojos
brillaron adoloridos, frustrados. Quedó la joven con el rostro cansado, como si
esta memoria que les cuento yo ahora le hubiese quitado a ella un adiós más.
“Decir
adiós es morir un poco”, me dijeron sus ojos entonces y yo simplemente desvié
la mirada, aturdido por la lectura fácil de sus ojos.
Pensé en
todas las despedidas, la gente que se ha ido de memoria, los rostros pintadas
de colores representativos en mi repaso nocturno y, por supuesto, quienes
alguna vez tocaron mi alma y las veces que ésta se desprendió con ellos en su
partida.