sábado, 9 de febrero de 2013

Los miro y se van



Bajo el contexto del sur de Chile, les escribo ahora lectores. Valdivia, considerada por muchos la ciudad más hermosa del país, posee de manera mágica una vegetación limpia, chocolaterías y cervecerías finas, pantanos que producen un continuo deja vu en las carreteras y, por si fuese poco, tradiciones magnificas.
A kilómetros de esta ciudad se encuentra el poblado de Niebla. Es una península verde, donde los árboles nativos cercan los caminos y el río se une al mar formando grandes posas de agua que se juntan y se separaran en islas.
Más detalladamente, en verano, se celebra en la caleta pescadora llamada “La pulga” una feria costumbrista, donde los pueblerinos dirigen una semana entera danzando sus bailes tradicionales, vendiendo y dando a conocer sus comidas típicas y masificando las artesanías del lugar.
En ese lugar me encontraba.
Miraba con detenimiento a la gente. Los ojos de los sureños son vivaces, destacan entre los capitalinos y los nortinos, es aquel brillo, pensé mientras me sentaba en una de las últimas mesas de comida. El revoloteo salvaje de vida corriendo por sus venas, el trabajo de ver todo con sus ojos, me imaginé,  creyendo con una fe sensorial que las señales de la naturaleza eran la verdad absoluta.
La encontré sentada en la sombra de un escalón que daba hacia el baño. Al principio nada me llamó la atención, lo reconozco, tenía un aspecto normal y parecía que aquella era su defensa. Lo logró conmigo, pero no por su aspecto, sino porque no levantaba su rostro de las hojas que tenía en el regazo. No podía ver sus ojos por lo me distraje con la gente que estaba a mi alrededor.
La gente parecía feliz, descansada. Cuando volví a verla tenía a dos niñas pequeñas mirando las hojas que sostenía y ahí me percaté que ella estaba dibujando algo. El lápiz se movía de manera rápida y demasiado abstracta para ser letras. Las niñas pequeñas atrás se sonreían y se cuchicheaban cosas al oído.
Por fin la vi, a medias. Se sonreía mientras dibujaba, como si estuviese escuchando a las niñas. Cuando la madre las llamó ellas miraron por última vez las hojas y se fueron corriendo. Comencé a captar que el señor que estaba fuera del baño también miraba su dibujo con ojos críticos y que algunas veces se le acercaba gente y le preguntaba cosas. Ella parecía no querer atención en absoluto.
Ahí vi sus ojos y su rostro completo. Su pelo se revolvía con el viento y producía algo gracioso a su alrededor. Sus cejas enmarcaban unos ojos pequeños, que quizás lucían cansados por una razón que desconocí al principio. Me fijé que apoyaba su dibujo sobre una selección de poesía. Nada más puedo recordar ahora.
Se le acercó un joven de su edad y le comenzó a hablar, ella parecía incomoda, pero le contestaba amablemente sin mirarlo a los ojos. Él le hablaba del dibujo, ella giró la hoja a la derecha e izquierda y luego le dijo de manera modulada “puede ser un árbol” o quizás sólo dijo “otro árbol”. La única palabra que entendí, sinceramente, fue árbol y el resto ahora lo siento como parte de mi imaginación.  
Me levanté y caminé hacia el baño, sin ninguna razón sanitaria. Subí dos escalones y miré de manera casual el dibujo que reposaba ahí. Ciertamente era un árbol, quizás uno de los más peculiares que he visto. El tronco estaba detallado con líneas irregulares, parecía un árbol dañado y triste. No tenía hojas, sólo ese tronco que contaba una vida entera. Entonces me vi a mi mismo detrás de la joven, con los mismos ojos que las niñas pequeñas habían puesto.
Pagué doscientos pesos por entrar al baño, a dar una vuelta al baño más bien y salí para mirar nuevamente el dibujo antes de ir a sentarme. Fue sólo una mirada la que ella me dedicó y me sentí ultrajado.
Me senté con extrañeza y por un momento mi mirada no quiso posarse en ella. Era aquello lo que se sentía que te miraran a los ojos con el alma abierta. Me sentí aterrado por la sinceridad.
Miré hacia la izquierda y vi como un niño pequeño se caía y sus padres se apuraban en levantarlo. Sus rodillas comenzaron a sangrar y había una desesperación tremenda por esas gotas de sangre. El niño en realidad no era tan pequeño, unos ocho años quizás, pero parecía que la debilidad descansaba de manera pesada en sus ojos.
Lo sentaron al lado de la dibujante y ella no levantó su mirada, parecía abstraída en terminar el dibujo. El chico comenzó a mirar el dibujo y asombrosamente la admiración brilló entre tanta palidez. Sus padres limpiaban la sangre y luego de un rato el niño estaba sentado solo.
Ella justo en ese momento levantó la mirada y se encontró con el extraño a su lado. Lo miró un segundo, quizás un poco más, pero daba la impresión de que  quería mirarlo más tiempo sin parecer descortés.
Miré al niño también, tenía el rostro pálido y llevaba un gorro. Las piernas le sangraban. Sus cejas apenas se notaban. Sentí que quizás se quebraría. Ella le sonrió y le preguntó algo mientras miraba las rodillas. El chico le sonrió, habló algo rápido y ella se levantó rápidamente.
Caminó hacia una tienda y volvió con pañuelos. Sacó de su mochila una botella de agua y comenzó a limpiarle las rodillas sangrantes nuevamente. Miré su rostro y supe que a ella no le gustaba la sangre en absoluto, intentaba no mirar la herida y palpaba con el pañuelo suavemente con cierto miedo. Le preguntó algo, quizás mi imaginación completó con la pregunta “¿Te duele?” y él le contestó moviendo la cabeza de derecha a izquierda en señal de no.
Ella se rió y él lo hizo contagiado. De repente el pequeño habló algo que hizo que el rostro se le congelara con una sonrisa media.
Observé entonces cómo el niño se levantaba el gorro y le mostraba su cabeza calva, se tocaba el pelo inexistente y le hablaba con una sonrisa honesta. Ella parpadeo más largo de lo normal y recompuso su mirada amable. Luego él se levantó la manga de la polera y ahí descansaba un cateto para quimioterapias.
Entendí entonces la palidez y la preocupación excesiva de sus padres por la sangre. Leucemia, la enfermedad colapsó también mis ojos y los cerré por unos momentos. Quizás en ese momento no quería ver la situación más. ¿Sería posible no sentir mi cuerpo desdichado por ese recuerdo, esa mirada infantil que acababa de captar, la sonrisa inerte de la muchacha…mi rostro entumecido por la injusticia?
Llegaron los padres y le sonrieron a la joven, lo instaron a agradecer. El niño fue llamado para retirarse de la feria y estando un poco lejos gritó “Son muy lindos sus dibujos, señorita”.
Ella lo miró y le sonrío, se levantó rápidamente y le entregó uno de sus dibujos al niño. Él sonrió como si le hubiese dado un mundo y corrió a donde sus padres se encontraban.
En cuanto le dio la espalda, los ojos de ella se descompusieron más aún. Sus ojos brillaron adoloridos, frustrados. Quedó la joven con el rostro cansado, como si esta memoria que les cuento yo ahora le hubiese quitado a ella un adiós más.
“Decir adiós es morir un poco”, me dijeron sus ojos entonces y yo simplemente desvié la mirada, aturdido por la lectura fácil de sus ojos.
Pensé en todas las despedidas, la gente que se ha ido de memoria, los rostros pintadas de colores representativos en mi repaso nocturno y, por supuesto, quienes alguna vez tocaron mi alma y las veces que ésta se desprendió con ellos en su partida.


sábado, 26 de enero de 2013

Brillantes hasta el final

 

Quisiera escribir algo alegre, quizás unos versos o mejor una prosa. Escribir sobre la vida, sobre ojos, sobre personas desconocidas o acerca de esos ojos que tanto me gusta detallar en mis publicaciones. Escribir nada más.

He pensado en ser egoísta y hablar de esto que a mi alma le pesa, que no me ha dejado escribir nada muy alegre o nada muy triste, son palabras de mi corazón frustrado y confesiones de mi alma desarraigada.
Mirando al espejo fijo a mis ojos, debo llamarlos y clasificarlos en esta ocasión como "habladores". En el día me dedico a leer memorias de la gente, no es algo muy convencional, pero es un hobbie que sólo me disgusta en las noches y en el día es lo único que hago. Soy una contradicción constante, lo sé.
Ahora al acostarme recuerdo haber ido al banco en la mañana, un anciano de unos 70 años estaba delante de mí en la fila. Fue bastante el tiempo que pasé ahí, observando con detenimiento a la gente: tres niños pequeños felices que se contrastaban con adultos perdiendo el tiempo y ancianos cansados, una madre y una hija discutiendo sobre el futuro laboral, una mujer con un bebé quizás de semanas tomado de una forma que me ponía la piel de gallinas. Quería correr a sacarle el bebé de las manos y quedármelo yo.
Y estaba ese anciano, con su bastón y su mirada pendiente en la fila. Su respiración rápida y un tanto ahogada, su sonrisa dirigida a los niños y luego sus ojos. Los rebusqué entre sus lentes, como esperando ser presentada oficialmente con ese simple contacto. Los miré unos segundos, pequeños y arrugados a los lados, perdidos más allá del banco y arraigados en la vida misma.
Lo vi apoyarse en la pared y me acerqué preocupada.
—¿Está bien?—recuerdo haberle preguntado, con una sonrisa que pareciera mantenerse en mi boca siempre.
Él me miró y sólo me sonrió. Supuse que no me había entendido, pues yo hago lo mismo cuando la gente habla despacio o simplemente no alcancé a escuchar.

Le sonreí de vuelta y me quedé apoyada en la pared cerca de él. La fila corrió indiferente atrás.
Miré hacia el techo y volví a contar la gente que había delante de mí, volví a repetir la mirada a cada persona y volví a ansiar sacar a ese bebé y ponerlo a salvo, ¿era posible que lo estuviese ahogando ahí?
—Por lo menos sé que no me voy a morir aquí esperando—dijo de repente y yo lo quedé mirando y le sonreí.
—Quizás yo si muera—le dije en tono de broma y él se rió.
—Qué me queda a mí—dijo con un cambio de voz—de los seis meses que me dieron, ya he gastado una hora y media en este banco—agregó.
Me demoré un poco en procesar y achiqué mi sonrisa un poco, de manera tenue para que él no notara.
—¿Seis meses? —pregunté media desentendida.
—El doctor dice que eso me queda, bueno, ojalá no se equivoque—me contestó con una sonrisa pacífica.
Sus ojos brillaban de un modo que aún recuerdo en esta noche, era el brillo de una lágrima reprimida.  Esos ojos tenían mucho que decir, lo supe enseguida.
—Si a mí me quedaran seis meses quizás no pisaría el banco más—le dije y él soltó una carcajada ahogada. Su respiración se hizo más fuerte y sonora y la risa se le borró por un momento— ¿Está bien? —le pregunté  nuevamente.
—Tengo cáncer a los pulmones—contestó mientras apuntaba el costado izquierdo—. Se me endurecieron, según dice el médico, pero esta gente de adelante tiene el mismo tiempo esperando que yo y es su derecho estar donde están—agregó nuevamente esbozando una sonrisa.
Yo miré a la gente de adelante y me quedé pensando, quizás minutos. No avanzó nada la fila y sin embargo ninguno de ellos me parecía reconocer el valor del tiempo como tal. Estar en la fila era una pérdida de tiempo y para el anciano el tiempo era más rápido y aún así parecía disfrutar. Nadie en la fila tenía el derecho de estar ahí, pensé drásticamente mientras los miraba a sus ojos.
—Cuando tenía esa edad—me dijo apuntando a un niño de unos 6 años—, quedé huérfano de padre y madre. Llegaron cuatreros y quemaron mi casa y yo me quedé sin nada. En ese momento pasé a ser un indigente para el estado, me pusieron un cartel que informaba que yo vivía de limosnas. Jamás he sentido tanta vergüenza en toda mi vida—me dijo con una risa—¡un mendigo!
Me nombró el pueblo de donde venía, era fronterizo del sur y ya no recuerdo más detalles del lugar. De repente le salía un acento un tanto argentino y supuse que la historia que me contaría sería larga y hermosa.
—Pasé después a dormir entre unas ramas que iba juntando y más de una vez tuve que mostrar el letrero que me colgaron al cuello para que no me echaran a la cárcel. Una vida de mierda—me dijo y yo pensé en mi concepto de vida de mierda, que en ese momento parecía no existir.
—¿Y qué comía? —le pregunté con curiosidad, en parte para que no dejara de contarme ningún detalle.
La fila avanzó un puesto pero nosotros no nos movimos de la pared.
—Yo recuerdo que al principio pasé tanta hambre—y ese “yo” salió indudablemente con acento argentino—, una vez estaba en el río y vi una mujer mapuche alimentando a su crío chico. Yo le pregunté si podía darme comida y ella sacó a su hijo y me dijo “mama” —se río luego de eso un buen rato y yo me reí al imaginar la situación—, yo me la quedé mirando y le negué con la cabeza. Ella me dijo “mama” y yo le volví a negar. Esta vez la mujer me tomó y me puso la teta en la boca y mamé—terminó diciendo entre medio riéndose y medio ahogándose.
Yo lo miraba a él, parecía tan feliz hablando de esa historia, parecía tan contento de poder contarla una vez más. Me sonreí.
Me contó que luego se quedó con la mujer mapuche un buen tiempo, luego se metió al ejército y no la volvió a ver más. Al tiempo después lo enviaron a un pueblo cercano a informar a los residentes sobre el derecho de agua potable.
Algo en él parecía conmocionado.
—Llegué y a la gente la habían reunido para que escucharan y vieran cómo les robaban el agua—su voz se quebró y luego continuó—yo me paré quizás con la misma vergüenza que sentía con el cartelito de niño y les dije en mapudungun: “Ya les robaron sus tierras, ahora los extranjeros quieren llevarse el agua”—repitió la frase en el idioma dos veces con la voz quebrada, besando con nostalgia ese recuerdo mientras le caía una lágrima.
Se la secó con la manga de su camisa y no habló en el transcurso de dos personas menos.
Sus ojos se me pegaron en mi memoria, ojos doloridos y abatidos por historias como las que me contó ese día.
Ahora ese recuerdo está en mis ojos habladores, la nostalgia del pasado del anciano, sus ojos abiertos, la fila eterna, la gente indiferente, los niños jugando y aquel hombre corriendo físicamente hacia la muerte…sus ojos caminaban agachados hacia el final, impasibles, orgullosos: brillantes hasta siempre.

miércoles, 2 de enero de 2013

A ella nadie la quería (Compilación)


"Ella está muerta, sentada en aquel moribundo banco de una plaza irónicamente sin vegetación, sin aire, sólo el cemento caliente y el vacío de la ciudad. Sentada está ella siempre de negro, siempre con los labios pálidos y con una mueca triste en la boca. Demasiado fúnebre, demasiado extraña...ciertamente invisible. 
 Justo a su lado descansa Melancolía, humana y cansada busca atraer la atención de su acompañante. Sabe que Baudelaire le pica en las entrañas y le recita somnolienta las flores, habla sublime y le conversa lúgubre. 
Se ven absurdas juntas, pegadas estáticas en el lugar, sin nada en los ojos. Los cuerpos que pasan esbozan rostros de horror ensayados frente al espejo, se miran y vacían la banca: limpian la plaza con su mirada.
"Parque", piensa ella al ver sus ojos. Pasto, tierra, árboles, vida. Y luego todo se va de su memoria y evoca una fantasía humana en sus ojos. Estos brillan y lloriquean cansados. Sólo desea una caricia, una mano o simplemente una mirada de verdad. Que sus pesados ojos negros se posen sin vergüenza sobre otra pupila y que algo más que cemento fluya, que tierra se pose en sus manos y sea barro al unirse en otra piel.
—A ella nadie la quiere, nadie la mira, nadie la ve—dice la voz interior de alguien más. 
Ella, quien prolijamente llamo, desea una caricia, un beso o si quiera un abrazo ajeno que impresione su creatividad de miedosa. ¿Será su cuerpo, sus ojos pequeño e insignificantes, sus cicatrices, su mirada ansiosa...?¿Será solamente ella, repudiándose a sí misma y repudiando con terror al resto? 
Es ese su grito, mi grito, lleno de miedo a la gente y de terror a la soledad. Todo resuena en sus oídos, en su mente luego y con fuerza dolorosa salen tres lágrimas lastimeras llenas de confusión.

A ella nadie la quiere y es su mayor tormento, secreto escondido y verdad dolorosa: no sentirse arraigada a nada. Ser la nada y vivir siendo nada."


Noviembre '09

Comienza el año y siempre me gusta tomar en cuenta relatos antiguos...me dicen cosas de mi misma que nunca diría en voz alta, pero que sí leería una y otra vez para corregir. 

Siempre con la idea de este absurdo positivismo que no se me va, que este año será mejor que el anterior (y ciertamente es así siempre).

Un abrazo!