Quisiera escribir algo alegre, quizás unos versos o mejor
una prosa. Escribir sobre la vida, sobre ojos, sobre personas desconocidas o
acerca de esos ojos que tanto me gusta detallar en mis publicaciones. Escribir nada más.
He pensado en ser egoísta y hablar de esto que a mi alma le pesa, que no me ha dejado escribir nada muy alegre o nada muy triste, son palabras de mi corazón frustrado y confesiones de mi alma desarraigada.
He pensado en ser egoísta y hablar de esto que a mi alma le pesa, que no me ha dejado escribir nada muy alegre o nada muy triste, son palabras de mi corazón frustrado y confesiones de mi alma desarraigada.
Mirando al espejo fijo a mis ojos, debo llamarlos y clasificarlos
en esta ocasión como "habladores". En el día me dedico a leer memorias de la gente,
no es algo muy convencional, pero es un hobbie que sólo me disgusta en las noches y en el día es
lo único que hago. Soy una contradicción constante, lo sé.
Ahora al acostarme recuerdo haber ido al banco en la mañana,
un anciano de unos 70 años estaba delante de mí en la fila. Fue bastante el
tiempo que pasé ahí, observando con detenimiento a la gente: tres niños
pequeños felices que se contrastaban con adultos perdiendo el tiempo y ancianos
cansados, una madre y una hija discutiendo sobre el futuro laboral, una mujer
con un bebé quizás de semanas tomado de una forma que me ponía la piel de
gallinas. Quería correr a sacarle el bebé de las manos y quedármelo yo.
Y estaba ese anciano, con su bastón y su mirada pendiente en la fila. Su respiración rápida y un tanto ahogada, su sonrisa dirigida a los
niños y luego sus ojos. Los rebusqué entre sus lentes, como esperando ser
presentada oficialmente con ese simple contacto. Los miré unos segundos,
pequeños y arrugados a los lados, perdidos más allá del banco y arraigados en
la vida misma.
Lo vi apoyarse en la pared y me acerqué preocupada.
—¿Está bien?—recuerdo haberle preguntado, con una sonrisa
que pareciera mantenerse en mi boca siempre.
Él me miró y sólo me sonrió. Supuse que no me había
entendido, pues yo hago lo mismo cuando la gente habla despacio o simplemente
no alcancé a escuchar.
Le sonreí de vuelta y me quedé apoyada en la pared cerca de él. La fila corrió indiferente atrás.
Le sonreí de vuelta y me quedé apoyada en la pared cerca de él. La fila corrió indiferente atrás.
Miré hacia el techo y volví a contar la gente que había
delante de mí, volví a repetir la mirada a cada persona y volví a ansiar sacar
a ese bebé y ponerlo a salvo, ¿era posible que lo estuviese ahogando ahí?
—Por lo menos sé que no me voy a morir aquí esperando—dijo
de repente y yo lo quedé mirando y le sonreí.
—Quizás yo si muera—le dije en tono de broma y él se rió.
—Qué me queda a mí—dijo con un cambio de voz—de los seis
meses que me dieron, ya he gastado una hora y media en este banco—agregó.
Me demoré un poco en procesar y achiqué mi sonrisa un poco,
de manera tenue para que él no notara.
—¿Seis meses? —pregunté media desentendida.
—El doctor dice que eso me queda, bueno, ojalá no se
equivoque—me contestó con una sonrisa pacífica.
Sus ojos brillaban de un modo que aún recuerdo en esta
noche, era el brillo de una lágrima reprimida.
Esos ojos tenían mucho que decir, lo supe enseguida.
—Si a mí me quedaran seis meses quizás no pisaría el banco
más—le dije y él soltó una carcajada ahogada. Su respiración se hizo más fuerte
y sonora y la risa se le borró por un momento— ¿Está bien? —le pregunté nuevamente.
—Tengo cáncer a los pulmones—contestó mientras apuntaba el
costado izquierdo—. Se me endurecieron, según dice el médico, pero esta gente
de adelante tiene el mismo tiempo esperando que yo y es su derecho estar donde
están—agregó nuevamente esbozando una sonrisa.
Yo miré a la gente de adelante y me quedé pensando, quizás
minutos. No avanzó nada la fila y sin embargo ninguno de ellos me parecía
reconocer el valor del tiempo como tal. Estar en la fila era una pérdida de
tiempo y para el anciano el tiempo era más rápido y aún así parecía disfrutar.
Nadie en la fila tenía el derecho de estar ahí, pensé drásticamente mientras
los miraba a sus ojos.
—Cuando tenía esa edad—me dijo apuntando a un niño de unos 6
años—, quedé huérfano de padre y madre. Llegaron cuatreros y quemaron mi casa y
yo me quedé sin nada. En ese momento pasé a ser un indigente para el estado, me
pusieron un cartel que informaba que yo vivía de limosnas. Jamás he sentido
tanta vergüenza en toda mi vida—me dijo con una risa—¡un mendigo!
Me nombró el pueblo de donde venía, era fronterizo del sur y
ya no recuerdo más detalles del lugar. De repente le salía un acento un tanto
argentino y supuse que la historia que me contaría sería larga y hermosa.
—Pasé después a dormir entre unas ramas que iba juntando y
más de una vez tuve que mostrar el letrero que me colgaron al cuello para que
no me echaran a la cárcel. Una vida de mierda—me dijo y yo pensé en mi concepto
de vida de mierda, que en ese momento parecía no existir.
—¿Y qué comía? —le pregunté con curiosidad, en parte para
que no dejara de contarme ningún detalle.
La fila avanzó un puesto pero nosotros no nos movimos de la
pared.
—Yo recuerdo que al principio pasé tanta hambre—y ese “yo”
salió indudablemente con acento argentino—, una vez estaba en el río y vi una
mujer mapuche alimentando a su crío chico. Yo le pregunté si podía darme comida
y ella sacó a su hijo y me dijo “mama” —se río luego de eso un buen rato y yo
me reí al imaginar la situación—, yo me la quedé mirando y le negué con la
cabeza. Ella me dijo “mama” y yo le volví a negar. Esta vez la mujer me tomó y
me puso la teta en la boca y mamé—terminó diciendo entre medio riéndose y medio
ahogándose.
Yo lo miraba a él, parecía tan feliz hablando de esa
historia, parecía tan contento de poder contarla una vez más. Me sonreí.
Me contó que luego se quedó con la mujer mapuche un buen
tiempo, luego se metió al ejército y no la volvió a ver más. Al tiempo después
lo enviaron a un pueblo cercano a informar a los residentes sobre el derecho de
agua potable.
Algo en él parecía conmocionado.
—Llegué y a la gente la habían reunido para que escucharan y
vieran cómo les robaban el agua—su voz se quebró y luego continuó—yo me paré
quizás con la misma vergüenza que sentía con el cartelito de niño y les dije en
mapudungun: “Ya les robaron sus tierras, ahora los extranjeros quieren llevarse
el agua”—repitió la frase en el idioma dos veces con la voz quebrada, besando
con nostalgia ese recuerdo mientras le caía una lágrima.
Se la secó con la manga de su camisa y no habló en el
transcurso de dos personas menos.
Sus ojos se me pegaron en mi memoria, ojos doloridos y
abatidos por historias como las que me contó ese día.
Ahora ese recuerdo está en mis ojos habladores, la nostalgia
del pasado del anciano, sus ojos abiertos, la fila eterna, la gente
indiferente, los niños jugando y aquel hombre corriendo físicamente hacia la
muerte…sus ojos caminaban agachados hacia el final, impasibles, orgullosos:
brillantes hasta siempre.