sábado, 26 de enero de 2013

Brillantes hasta el final

 

Quisiera escribir algo alegre, quizás unos versos o mejor una prosa. Escribir sobre la vida, sobre ojos, sobre personas desconocidas o acerca de esos ojos que tanto me gusta detallar en mis publicaciones. Escribir nada más.

He pensado en ser egoísta y hablar de esto que a mi alma le pesa, que no me ha dejado escribir nada muy alegre o nada muy triste, son palabras de mi corazón frustrado y confesiones de mi alma desarraigada.
Mirando al espejo fijo a mis ojos, debo llamarlos y clasificarlos en esta ocasión como "habladores". En el día me dedico a leer memorias de la gente, no es algo muy convencional, pero es un hobbie que sólo me disgusta en las noches y en el día es lo único que hago. Soy una contradicción constante, lo sé.
Ahora al acostarme recuerdo haber ido al banco en la mañana, un anciano de unos 70 años estaba delante de mí en la fila. Fue bastante el tiempo que pasé ahí, observando con detenimiento a la gente: tres niños pequeños felices que se contrastaban con adultos perdiendo el tiempo y ancianos cansados, una madre y una hija discutiendo sobre el futuro laboral, una mujer con un bebé quizás de semanas tomado de una forma que me ponía la piel de gallinas. Quería correr a sacarle el bebé de las manos y quedármelo yo.
Y estaba ese anciano, con su bastón y su mirada pendiente en la fila. Su respiración rápida y un tanto ahogada, su sonrisa dirigida a los niños y luego sus ojos. Los rebusqué entre sus lentes, como esperando ser presentada oficialmente con ese simple contacto. Los miré unos segundos, pequeños y arrugados a los lados, perdidos más allá del banco y arraigados en la vida misma.
Lo vi apoyarse en la pared y me acerqué preocupada.
—¿Está bien?—recuerdo haberle preguntado, con una sonrisa que pareciera mantenerse en mi boca siempre.
Él me miró y sólo me sonrió. Supuse que no me había entendido, pues yo hago lo mismo cuando la gente habla despacio o simplemente no alcancé a escuchar.

Le sonreí de vuelta y me quedé apoyada en la pared cerca de él. La fila corrió indiferente atrás.
Miré hacia el techo y volví a contar la gente que había delante de mí, volví a repetir la mirada a cada persona y volví a ansiar sacar a ese bebé y ponerlo a salvo, ¿era posible que lo estuviese ahogando ahí?
—Por lo menos sé que no me voy a morir aquí esperando—dijo de repente y yo lo quedé mirando y le sonreí.
—Quizás yo si muera—le dije en tono de broma y él se rió.
—Qué me queda a mí—dijo con un cambio de voz—de los seis meses que me dieron, ya he gastado una hora y media en este banco—agregó.
Me demoré un poco en procesar y achiqué mi sonrisa un poco, de manera tenue para que él no notara.
—¿Seis meses? —pregunté media desentendida.
—El doctor dice que eso me queda, bueno, ojalá no se equivoque—me contestó con una sonrisa pacífica.
Sus ojos brillaban de un modo que aún recuerdo en esta noche, era el brillo de una lágrima reprimida.  Esos ojos tenían mucho que decir, lo supe enseguida.
—Si a mí me quedaran seis meses quizás no pisaría el banco más—le dije y él soltó una carcajada ahogada. Su respiración se hizo más fuerte y sonora y la risa se le borró por un momento— ¿Está bien? —le pregunté  nuevamente.
—Tengo cáncer a los pulmones—contestó mientras apuntaba el costado izquierdo—. Se me endurecieron, según dice el médico, pero esta gente de adelante tiene el mismo tiempo esperando que yo y es su derecho estar donde están—agregó nuevamente esbozando una sonrisa.
Yo miré a la gente de adelante y me quedé pensando, quizás minutos. No avanzó nada la fila y sin embargo ninguno de ellos me parecía reconocer el valor del tiempo como tal. Estar en la fila era una pérdida de tiempo y para el anciano el tiempo era más rápido y aún así parecía disfrutar. Nadie en la fila tenía el derecho de estar ahí, pensé drásticamente mientras los miraba a sus ojos.
—Cuando tenía esa edad—me dijo apuntando a un niño de unos 6 años—, quedé huérfano de padre y madre. Llegaron cuatreros y quemaron mi casa y yo me quedé sin nada. En ese momento pasé a ser un indigente para el estado, me pusieron un cartel que informaba que yo vivía de limosnas. Jamás he sentido tanta vergüenza en toda mi vida—me dijo con una risa—¡un mendigo!
Me nombró el pueblo de donde venía, era fronterizo del sur y ya no recuerdo más detalles del lugar. De repente le salía un acento un tanto argentino y supuse que la historia que me contaría sería larga y hermosa.
—Pasé después a dormir entre unas ramas que iba juntando y más de una vez tuve que mostrar el letrero que me colgaron al cuello para que no me echaran a la cárcel. Una vida de mierda—me dijo y yo pensé en mi concepto de vida de mierda, que en ese momento parecía no existir.
—¿Y qué comía? —le pregunté con curiosidad, en parte para que no dejara de contarme ningún detalle.
La fila avanzó un puesto pero nosotros no nos movimos de la pared.
—Yo recuerdo que al principio pasé tanta hambre—y ese “yo” salió indudablemente con acento argentino—, una vez estaba en el río y vi una mujer mapuche alimentando a su crío chico. Yo le pregunté si podía darme comida y ella sacó a su hijo y me dijo “mama” —se río luego de eso un buen rato y yo me reí al imaginar la situación—, yo me la quedé mirando y le negué con la cabeza. Ella me dijo “mama” y yo le volví a negar. Esta vez la mujer me tomó y me puso la teta en la boca y mamé—terminó diciendo entre medio riéndose y medio ahogándose.
Yo lo miraba a él, parecía tan feliz hablando de esa historia, parecía tan contento de poder contarla una vez más. Me sonreí.
Me contó que luego se quedó con la mujer mapuche un buen tiempo, luego se metió al ejército y no la volvió a ver más. Al tiempo después lo enviaron a un pueblo cercano a informar a los residentes sobre el derecho de agua potable.
Algo en él parecía conmocionado.
—Llegué y a la gente la habían reunido para que escucharan y vieran cómo les robaban el agua—su voz se quebró y luego continuó—yo me paré quizás con la misma vergüenza que sentía con el cartelito de niño y les dije en mapudungun: “Ya les robaron sus tierras, ahora los extranjeros quieren llevarse el agua”—repitió la frase en el idioma dos veces con la voz quebrada, besando con nostalgia ese recuerdo mientras le caía una lágrima.
Se la secó con la manga de su camisa y no habló en el transcurso de dos personas menos.
Sus ojos se me pegaron en mi memoria, ojos doloridos y abatidos por historias como las que me contó ese día.
Ahora ese recuerdo está en mis ojos habladores, la nostalgia del pasado del anciano, sus ojos abiertos, la fila eterna, la gente indiferente, los niños jugando y aquel hombre corriendo físicamente hacia la muerte…sus ojos caminaban agachados hacia el final, impasibles, orgullosos: brillantes hasta siempre.

miércoles, 2 de enero de 2013

A ella nadie la quería (Compilación)


"Ella está muerta, sentada en aquel moribundo banco de una plaza irónicamente sin vegetación, sin aire, sólo el cemento caliente y el vacío de la ciudad. Sentada está ella siempre de negro, siempre con los labios pálidos y con una mueca triste en la boca. Demasiado fúnebre, demasiado extraña...ciertamente invisible. 
 Justo a su lado descansa Melancolía, humana y cansada busca atraer la atención de su acompañante. Sabe que Baudelaire le pica en las entrañas y le recita somnolienta las flores, habla sublime y le conversa lúgubre. 
Se ven absurdas juntas, pegadas estáticas en el lugar, sin nada en los ojos. Los cuerpos que pasan esbozan rostros de horror ensayados frente al espejo, se miran y vacían la banca: limpian la plaza con su mirada.
"Parque", piensa ella al ver sus ojos. Pasto, tierra, árboles, vida. Y luego todo se va de su memoria y evoca una fantasía humana en sus ojos. Estos brillan y lloriquean cansados. Sólo desea una caricia, una mano o simplemente una mirada de verdad. Que sus pesados ojos negros se posen sin vergüenza sobre otra pupila y que algo más que cemento fluya, que tierra se pose en sus manos y sea barro al unirse en otra piel.
—A ella nadie la quiere, nadie la mira, nadie la ve—dice la voz interior de alguien más. 
Ella, quien prolijamente llamo, desea una caricia, un beso o si quiera un abrazo ajeno que impresione su creatividad de miedosa. ¿Será su cuerpo, sus ojos pequeño e insignificantes, sus cicatrices, su mirada ansiosa...?¿Será solamente ella, repudiándose a sí misma y repudiando con terror al resto? 
Es ese su grito, mi grito, lleno de miedo a la gente y de terror a la soledad. Todo resuena en sus oídos, en su mente luego y con fuerza dolorosa salen tres lágrimas lastimeras llenas de confusión.

A ella nadie la quiere y es su mayor tormento, secreto escondido y verdad dolorosa: no sentirse arraigada a nada. Ser la nada y vivir siendo nada."


Noviembre '09

Comienza el año y siempre me gusta tomar en cuenta relatos antiguos...me dicen cosas de mi misma que nunca diría en voz alta, pero que sí leería una y otra vez para corregir. 

Siempre con la idea de este absurdo positivismo que no se me va, que este año será mejor que el anterior (y ciertamente es así siempre).

Un abrazo!